domingo, 17 de junio de 2012

Parada en el umbral

Lo rozó con sus manos. Le pasó la yema de su índice por el hombro redondo. tocó dos, tres pecas. Con dos dedos agarró un mínimo mechón de su pelo y lo estrujó varias veces con cuidado, para sentir la aspereza, para dejar impregnado en sus dedos el aroma de los mechones donde ocultaba la nariz cuando hacían el amor.

Tomó el borde de la sábana y lo cubrió hasta el cuello. Se puso de pie y miró el mastodonte bajo el relieve blanco del cubrecama. No podía irse, no podía. Caminó suavemente bajo el celeste oscuro de la luminaria exterior que pintaba el cielorraso del dormitorio con la esperanza de que se despertase y la detenga, pero sus pisadas eran de seda, como él decía que eran sus manos. Miró los cuadritos que colgaban de la pared y pensó que podría vivir mirándolos. Y supo que los amaba, amaba esos cuadritos, y amaba ese batón a cuadros agujereado, esa especie de aladelta inmensa con que se envolvía para desayunar las mañanas de frío... Las mañanas de frío que pasaron en el sur... una vez. No podía irse.

Salió del cuarto a paso lento y con la mirada alta recorriéndolo todo, absorviendo cada rincón, cada lugar. No supo si a propósito o sin querer pateó el revistero, pero el ruido fue casi imperceptible. Había gastado el único descuido que se permitía. Ya no había nada que hacer. Volvió al dormitorio y, desde los pies de la cama, mirando al hombre cubierto bajo la capa celeste de su cubrecama, soltó con su palma un beso, dio media vuelta y se fue hacia la puerta de entrada.

Abrió el picaporte y, antes de salir, miró la foto de la biblioteca. Él sonreía como cuando la miraba a ella. El niño gozaba con los ojos cerrados recostado en el pasto boca arriba las cosquillas de su padre, la mujer lo abrazaba con una sonrisa plena. La misma mujer que llegaría en tres... dos horas y cuarto. Cerró sus ojos y sus pestañas parieron dos grandes lágrimas que concentraban el llanto de cada noche. No podía irse, no tenía la fuerza. Algo, un trueno mudo, un relámpago de furia le atravesó el pecho. Sus pulmones se contrajeron, el aire ya no supo qué hacer dentro de ella, sus puños se cerraron y sus ojos se abrieron como con un chistar de dedos. Parada en el umbral de la puerta principal abrió su cartera, hurgó con las dos manos hasta que sacó un lápiz labial. Lo destapó, giró su base y la crema carmín subió como una erección impulsiva, lo giró boca abajo y miró el piso. Separó sus dedos y el lápiz labial cayó como el fruto de un árbol dejando un pequeño punto en el parquet. Lo recogió, lo tapó, cerró su cartera y el aire volvió a sus pulmones. Miró la casa y, por un instante, la sintió propia. Contuvo una sonrisa, cerró la puerta, y ya nada nunca más fue igual.





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