martes, 26 de junio de 2012

La Celebración

Él de pie, los dos con el cuerpo hacia el frente, la tomó de la mano, la levantó por encima de los hombros, se la adelantó y ella avanzó con él hacia el damero brillante de portoro y carrara. Ella trataba de dar pasos cortos para que sus rodillas hinchadas no sobresalieran del borde de su delantal, mientras que él avanzaba decidido con su pantalón de grafa marrón claro. Los pasamanos de bronce lucían ocres y brillosos, los muebles de roble lustrado hacían resaltar sus mesadas de verona veteadas de blanco, los espejos copiaban literales todos los colores sobrios que abundaban en la sala. Él la miró de costado.

"Chererararán, cha, chan, cha, chan...." canturreó él, y haciendo un cuarto de giro se enfrentaron el uno al otro siempre con la mano elevada por sobre los hombros. "Chererararán, cha, chan...", pasó su mano agrietada por detrás de la cintura y ella deslizó su mano gorda por su hombro. Ella la miraba con los ojos vidriosos, y el sonreía de gozo. "Chereracha... chaaaaaan, cha, cha, chaaaaan...", los ojos de ella rebalsaron a pesar de su amplia sonrisa y bañaron sus pómulos marcados por duras mañanas heladas y sus sonrisa expuso los dientes que se salvaron de una vida sin cuidados. Él apretó más su mano en la espalda y acelerando su tarareo comenzó suavemente a darle un giro de baile. "Chararara, rarara, rarán. Chererararán...", la araña de treinta y cinco luces los reflejaba en sus platitos de falsa vela como dos peces girando cómodos en el agua, dichosos, felices, multiplicándolo treinta y cinco veces, como un ballet perfectamente sincronizado para un público mudo e inanimado.

Ella tomó la falda blanca de su delantal y agachándose refregó sus ojos interrumpiendo la solemnidad del momento. Cuando volvió la mirada él abrió su bocaza con los dientes que tenía y sus ojos se hundieron en un millón de pliegues y dobleces que se reprodujeron por todo su rostro.

"Feliz cumpleaños, Rosita", pero ella seguía regando su piel cuarteada. "Te prometí que te iba a llevar a bailar esa música de las iglesias que tienen las bodas al mejor lugar que pudiese, y acá estamos". Rosita volvió a agacharse para secarse la cara, y la cola de su pelo se elevó dura como un cardo seco. "Pero, Manuel, si nos ven...", y Manuel volvió a llenar de rayas su cara. "El quía sabe que estamos acá, Rosita. Le pedí permiso. Y te traje algo". Y le soltó las manos, y se alejó hasta uno de los roperos vacíos de los tantos muebles del salón de fiestas. Abrió una puertita, tomó una copa, cerró la puertita y volvió. "Tomá, Rosita, es un vinito de la fiesta de ayer. El quía me avivó y te lo traje. Es un vino de primera". "Lo tomamos los dos", le dijo ella mirándolo desde abajo de sus cejas con la copa ya casi en sus labios. "Sí, Rosita, lo tomamos los dos. Cuidado el piso". Desde los rombos de los vitraux de las ventanas se los podía encontrar juntos en el centro del salón bajo la gran araña encendida, enredados en los brazos compartiendo esa copa que subía y bajaba de las caras de los dos bailarines.

"Negro, no perdamos el tren". "No, no, claro", respondió Manuel, y la tomó del brazo derecho rodeándolo con el suyo izquierdo y la llevó caminando como tantas veces habían visto que hacían los novios en las fiestas del salón hasta la gran escalera. "Negrito, no toques el pasamanos que está recién encerado". "No, Rosita". Y subieron paso a paso lentamente hasta perderse en el vano del cielorraso de la escalera, y luego se escucharon voces, y luego se escucharon saludos, y luego la puerta cerrarse lejana. Y silencio. El salón encendido quedó todo iluminado y mudo.

Al rato los escalones avisaron que ahí llegaba. Tiz, tiz, tiz, tiz, pasos tan suaves que llegaron al piso de damero y caminó por el gran salón, sin rumbo, ida y vuelta, y al pasar por el espejo impecable se miró, se acomodó la gorra, enderezó el escudo de su pecho y se quedó unos segundos mirándose. Cuando sus ojos se cristalizaron llevó su manga a la cara, la refregó, se fue hasta la cortina, corrió el pesado telón descubriendo un tablero eléctrico e hizo sonar los disparos de los interruptores que eliminaron cada uno de los focos del salón. Luego, aunque todo estaba oscuro, cuando ya hasta los muebles dormían, tiz, tiz, tiz, tiz, sus pasos subieron, y terminó la celebración de la soledad.




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